universo #01
Contexto Teatral. Dramaturgias del ahora.
El ahora. Sus diversas formas de representación. Su reflejo y crítica en la escena. El dramaturgo. La creación. El arte teatral. Por David Ladra, verano de 2016.
¿Cómo representarnos el ahora, ese momento que vivimos agarrándolo por los pelos como si se tratase de nuestra última oportunidad? Tras él se despliega nuestra vida, una serie de acontecimientos que forjaron nuestro carácter, nuestros conocimientos, nuestra manera de pensar… pero que carece de continuidad. Resultado del azar y la casualidad, nos empeñamos en darle un sentido que esclarezca nuestro presente, que nos sitúe en la realidad. Pero tan sólo recordamos lo que nos parece esencial dejando atrás, entre iluminaciones, una oscura oquedad. En tiempos fue el progreso el encargado de dar a la existencia una apariencia de estar concatenada pero, desacreditado por la Historia, el Angelus Novus de Paul Klee y Walter Benjamin no se ve hoy sometido a ningún vendaval que le propulse hacia el futuro y permanece quieto, paralizado por la ingente montaña de deshechos que el pasado acumula a sus pies.
Atrapados entre un futuro incierto y un confuso recuerdo de lo que fue, el ahora es la única verdad en la que nos podamos sustentar. Y sin embargo, íntimas y foráneas, cuántas dificultades nos impiden captar la realidad: lo impreciso y voluble de nuestra percepción, nuestros propios prejuicios, la desinformación de los medios, la opinión… ¿Cómo representar lo actual en nuestro imaginario si no es como una nebulosa multiforme que varía con cada individuo? Y si es así, si lo real se nos escapa y es tan difícil de fijar, ¿cómo reducir su variedad a una sola Verdad? Expertos y peritos – pensadores, profesores, maestros, antropólogos, religiosos, psicólogos… - la incluyen en sus enseñanzas, única y contundente, con el fin de llevar el agua a su molino y convencer a la humanidad de que ellos llevan la razón. Pero, si tuviera que pertenecer a alguna rama del saber, la verdad formaría parte de las ciencias del yo, aquéllas que, potenciadas por nosotros mismos según nos enseña Foucault, nos relacionan con el mundo exterior extrayendo de su análisis y su conocimiento la comprensión de la naturaleza, el poder de la acción y el establecimiento de una ética. Capacidades plenamente relativas y de carácter individual que, al ser practicadas en público igual que las pensamos en privado, nos acercan a nuestra verdad y, por tanto, al discernimiento de qué es, para nosotros, el ahora.
Por tanto y a diferencia de otros oficios, los dramaturgos del ahora debieran responder a esa necesidad de representar lo real de acuerdo con la idea que se han hecho de él y sin contradecir su verdad personal al trasladarla al escenario. Pero no es eso todo: por mucho que nos cueste atesorar, el saber no se adquiere para siempre y evoluciona al ritmo de un ahora que cambia con el calendario. Por ello, el dramaturgo que va en la avanzadilla no descansa jamás en sus pesquisas siempre a la búsqueda de lo que ignora. Semejante al Fausto de Marlowe, todo lo quiere conocer: la ciencia, la filosofía, el animal humano, la historia, la política, la economía, cómo funciona la sociedad… en fin, todas aquellas claves que constituyen el trívium y el quadrivium de hoy en día y crean nuestros mitos y obsesiones. Su lema es la excelencia, el poder trasladar de una manera íntegra, transparente y precisa sus conocimientos, dudas y sensaciones a cada espectador que ocupa su butaca buscando su atención y, una vez establecido el contacto, impulsarle a la reflexión y el sentimiento. Para que dicha conexión funcione, el asunto ha de ser de actualidad.
No quiere ello decir que estemos desechando a los clásicos o al teatro de repertorio, sino que el buen teatro del ahora perdura a través de los siglos y, como tantas veces se ha dicho, "los clásicos son nuestros contemporáneos". El autor de nuestros días que los adapte o se inspire en ellos no hace otra cosa que demostrar que muchas de nuestras cuitas fueron suyas y la Historia se repite de continuo.
Tras el teatro inconformista del texto colectivo, el grito y la expresión corporal que invadió el mundo occidental a finales de los años sesenta – Joan Littlewood, el primer Peter Brook, Ariane Mnouchkine, el Teatro Campesino, el Dionysus in´69 de Richard Schechner o el Living Theater de Julian Beck y Judith Malina – fue el estructuralista galo Roland Barthes quien devolvió las aguas a su cauce con su concepto de "l´écriture théâtrale" que autores como Jean-Luc Lagarce o Bernard-Marie Koltès cultivaron en primer lugar. El texto se convirtió, imponiéndose incluso sobre la dramaturgia del autor, en la piedra de toque de toda obra teatral hasta el punto de evaluarse ésta más por su valor lingüístico y semiológico que por su contenido dramático. Un exceso que pronto se corrigió pero que ha dejado como herencia la atención, el esmero y la calidad con la que deben escribir los dramaturgos del ahora. Una disciplina, ésta de la escritura, que se aprende estudiando, leyendo y escuchando, puesto que, aparte de los "diktats" que emite la Academia, la lengua evoluciona y lo hace en la calle, forzada por el aire social que se respira y su inhalación por las personas. Nadie dice que lo haga para bien pero, para que nos entiendan, habrá que pagar este peaje.
"El teatro también se lee" decimos en la Asociación de Autores, pero su fin último es ser representado. A algunos de nuestros dramaturgos – y no de los peores – les basta con encerrarse en su despacho – las puertas y ventanas bien cerradas – y trabajar el texto. Obtienen, eso sí, esos premios de "literatura dramática" (a mi gusto, una contradicción) que las instituciones otorgan con largueza (cuestan poco) con la sana intención de que jamás se pongan en escena. Una actitud propia de viejos tiempos en los que la censura era determinante y el teatro exclusivo. Pero en estos momentos en que las salas abren (y cierran) por doquier hay que derribar esos muros y salir fuera, que es donde se respira la realidad del momento presente. El dramaturgo del ahora no puede seguir encerrado en su antro ni limitarse a escribir un texto, por muy bueno que sea desde el punto de vista literario. Debe aproximarse a la escena, esa cámara de simulación que es capaz de remedar la vida y, de un salto, subirse a ella y explorarla. Allí se dará cuenta de que el texto es tan sólo una parte de toda la función y que además existen los actores, las artes escénicas y el equipo de dirección. Una vez lo comprenda, ya no corregirá su texto en una mesa sino desde el borde del escenario o sentado en una butaca de platea. La letra irá absorbiendo las enseñanzas de los ensayos y tal vez llegue el día en que - véase Juan Mayorga - quiera ser director y tener todos los hilos en la mano.
Es entonces, cuando el autor domina todos los recursos de la escena, cuando puede crear, representar el mundo del ahora y dar rienda suelta a su verdad. Es posible que la audiencia le patee o le silbe (o, subyugada, le enaltezca) pero él sabrá muy bien que, desde ese momento, su obra es parte viva del arte teatral.