universo #09
«Puedo vivir perfectamente sin necesidad de
decirle al vecino "buenas tardes, qué lindo se
puso el día", pero me costaría vivir sin poesía.»
Rodrigo García visitó Madrid el pasado junio, donde estrenó su obra «4» en el XXXIV Festival de Otoño a Primavera. Estuvimos con él una mañana en La Corsetería, sede del Nuevo Teatro Fronterizo. Allí, junto a nuestro querido José Sanchis Sinisterra, compartió reflexiones en torno al teatro. Una de ellas prefirió leérnosla. Ahora, queremos compartirla desde aquí. Dani Ramírez, verano de 2017.
El hecho de narrar presupone una herencia, la herencia de un lenguaje. Heredamos -es decir que recibimos sin pedirlo- básicamente tres cosas, las tres incómodas. Heredamos nacer, heredamos la certeza de morir. Y en medio, heredamos el lenguaje, que es la peor herencia ya que a consecuencia del lenguaje reconocemos que hemos nacido y sabemos que moriremos.
Puedo vivir perfectamente sin necesidad de decirle al vecino "buenas tardes, qué lindo se puso el día" pero me costaría vivir sin poesía. Quiero decir que el lenguaje no me interesa tanto como herramienta de comunicación, sino como fenómeno estético. Entonces entramos en el campo de la retórica, de cómo enriquecer nuestras narraciones. Una de la virtudes del lenguaje es hacer preguntas, el tesoro de la curiosidad. Esas preguntas se hacen hacia el exterior, las hacemos a nuestros amigos, pero también hacia dentro de nosotros: cuando uno se cuestiona el propio lenguaje, cuando uno es crítico con esa herencia, al punto de considerarla no ajena más sí incompleta. Yo comencé preguntando a mis amigos Platón, Heráclito. Seguí por Schopenhauer, pregunté a mi amigo Robert Musil, a mi amiga Emily Dickinson y como dijo Jorge Luis Borges a Francisco de Quevedo no, porque ¿quién puede ser amigo de Quevedo?
Acompañando nuestra curiosidad, en el mismo séquito, suele viajar la imaginación. La imaginación es la disconformidad ante lo real. Es el acto de rebeldía por excelencia. Normalmente, el artista debe llegar al punto de considerar que le faltan palabras o que le faltan colores. Y es ahí, a partir del reconocimiento de las propias carencias, de nuestras limitaciones expresivas, cuando el artista se pone a trabajar en esa tarea tan engorrosa y fascinante de completar y fabricar. De completar aquello que falta en la paleta de colores heredada, en la lista de materias heredada y sobre todo en la lista de formas conocidas, en la lista de ritmos y musicalidades conocidos. El lenguaje heredado espera el contagio del virus de la imaginación privada. La consecuencia lógica de esta vanidosa batalla entre cultura e individuo, sería el estilo. Puede que el estilo se deba a la vanidad. No lo sé. Tal vez la respuesta la encontremos oculta en algún rincón del libro del Eclesiastés.
Puesto a confesar mis predilecciones -las de hoy, ya que cambio cada dos por tres de parecer- diré que me inclino hacia las obras donde el lenguaje se respeta en cuanto material estético y no tanto como vehículo discursivo. Un poema hecho de palabras, no de ideas, como le gustaba a Mallarmé. Por encima del asunto, del tema, lo que nos atrapa es el material del que está hecho el poema (o el objeto artístico), su textura, sus ritmos, sus peculiaridades. La forma, lejos de estructurarse a partir de un esquema preconcebido, de un mapa, aparecerá al final del camino, luego de un farragoso deambular intuitivo. No nos sorprenderá que se trate de una forma de difícil aprehensión ya que, dada su singularidad, escasean los precedentes y echamos en falta puntos de apoyo firmes. De ahí que me guste afirmar que a un lado de una nada ecuánime balanza tenemos las innumerables obras reconocibles, abiertas al disfrute y el aplauso y al otro lado un puñado de obras que nos deja sin sustento, obras que tienen, fatalmente, la capacidad de borrar el suelo bajo nuestros pies. Es cierto que las primeras nos deleitan, pero no menos verdadero es que el deleite, al igual que lo impactante, tiene una vida corta, se esfuman sin oponer resistencia al soplo del próximo regocijo. Esta avalancha de trabajos menores constituye hoy por hoy el tejido muscular y el sistema cardiovascular del arte, en convivencia atroz con ese otro tipo de obras turbadoras a las que hice referencia, las excepciones. Pienso por ejemplo en el poeta John Ashbery como uno de los que mejor representan esta idea, sin olvidar la prosa de Thomas Pynchon.
Artistas como ellos, que tantas molestias nos causan, que tantas horas de concentración nos reclaman, son a fin de cuentas quienes nos respetan en tanto que seres inteligentes y creativos. Un ejemplo fuera de la literatura y sin necesidad de recurrir a los entre comillas compositores de música culta como Xenakis o Stockhausen lo encontramos en Miles Davis y su decisión de hacer en su día música de jazz empleando instrumentos que se enchufaban a la toma de electricidad. Fueron los instrumentos electrónicos los que dieron cuerpo y orden a sus composiciones, no una partitura ni un concepto a priori. Miles Davis descubría las posibilidades sonoras a la vez que descubría "el tema" que ahora se presentaba con duraciones interminables y desarrollos inciertos, laberínticos, crepusculares.
Hasta ahora hemos dicho que la narración requiere un lenguaje, que este es heredado, hablamos de la rebelde imaginación que viene a completar lo heredado pero nos falta lo que yo considero el meollo del asunto: la grandeza. ¿Qué es la grandeza? No la podemos definir pero sí que la experimentamos. Uno lee unos pocos versos de Rimbaud o de T.S. Elliot y reconoce la épica, lo mismo ocurre con Macbeth, con esas brujas que predicen con maligna opacidad, los destinos de dos guerreros mugrientos, heridos, bañados en sangre. También experimentamos la grandeza cuando escuchamos un cuarteto de cuerdas de Beethoven. Quiero decir que la épica no necesariamente es propiedad exclusiva de las obras mayores, como la Divina Comedia o la Hilíada, como en la Gran Misa de Mozart o Las meninas. Hay épica en un filme de Andréi Tarkovski y la hay en un diminuto aguafuerte de Rembrandt. En cada diminuto aguafuerte de Rembrandt, esos que son así de chiquitos, uno comprende la grandeza -que no está reñida con la risa, de hecho en los disfraces que se impone a sí mismo el propio Rembrandt, hilaridad y júbilo conviven a sus anchas-. Y para no pecar de nostálgico en exceso, nostálgico de un lejano pasado mejor, agregaré que la épica se evidencia en las esculturas de Richard Serra o en la música de Steve Reich, que la grandeza no tiene por qué ser propiedad exclusiva de los antiguos maestros. Borges -otra vez Borges- dijo que no hay bibliografía obligatoria, sino felicidad obligatoria, que había que leer solo aquello que nos hacía feliz, dado que la literatura era infinita y deberíamos de ser muy torpes o haraganes para no dar, de entre todos, con el libro o los libros que iluminen nuestra existencia. Personalmente me ha resultado muy entretenido ir detrás del rastro de esa prometida felicidad ya sea en el cine, en la música o la pintura, más allá de la literatura. Hemos citado a Velázquez, a Rembrandt y a Beethoven, luego es innegable que la técnica y el conocimiento del oficio, si bien no lo son todo, sustentan la épica.
Al señalar la grandeza como la aspiración de toda expresión poética, estoy apuntando con el dedo a un inquietante rincón vacío: nuestra época. Vivimos me parece una época que afirma no necesitar de la poesía en absoluto. Nos encontramos hoy día rodeados de museos y auditorios (espectaculares fortalezas hechas de finas cáscaras de promesas) que dan asilo durante unos meses (exposiciones temporales le llaman, en teatro se dice programación de la temporada) a creadores sin el menor interés en urdir una obra grave, compartiendo edificio y programa con otros -mi caso- que aún sintiendo esa llamada ontológica demodé, fracasamos en el intento una y otra vez.
Este espectáculo de la cultura como gasolina de alcaldía, consumible político, se representa con éxito gracias al apoyo inestimable de la parte de la ciudadanía que se dice público una tarde, auditorio una noche y que, en una manifestación de arrogancia sin precedentes, aplaude del artista su vulgaridad, celebra sus cortas miras, ríe sus chistes y se proclama sin pudor consumidor de pequeñas obras, puede incluso que serias, elaboradas, pero pequeñas obras al fin de cuentas. Los peregrinos nos repetimos unos a otros que se puede vivir sin poesía.